El cielo siempre nos ha fascinado porque nos habla de la inmensidad y la plenitud que todos anhelamos.
De una u otra forma nos habla de la vastedad del alma, de la libertad del espíritu, y del mundo para el cual hemos sido creados.
El cielo refleja lo más noble y hermoso que está inscrito en nuestro interior: aquello que nos inspira a buscar a Dios y que une a toda la humanidad en un mismo anhelo.
La Asunción de María al cielo es un signo que alimenta nuestra esperanza, especialmente en tiempos de incertidumbre, pues en ella podemos contemplar nuestro propio destino, es decir, la plenitud de una vida animada por el amor.
María es llevada al cielo no como quien se aleja de nosotros a un mundo ideal, sino al contrario: ella se hace más cercana a nosotros inspirando el mundo maravilloso que llevamos dentro y que muchas veces pareciera quedar oculto, desconocido o relegado a una triste utopía.
La Asunción de María expresa en último término la unión definitiva con su Hijo Jesús.
Esta unión implica entonces estar unidos a Él, vivir con Él y para Él.
Por ello, entrar en el cielo es entrar en Él, pero al mismo tiempo entrar en comunión con los hermanos en auténtica comunidad de vida.
Esta hermosa solemnidad se convierte así en un canto a la dignidad del hombre, de toda persona, que lejos de alejarnos de la realidad que nos rodea, nos compromete a luchar por condiciones de vida dignas, por un trato enaltecedor y por un mundo que adelante el cielo.
El cielo no es el más allá, sino el más acá. Ascender al cielo no es alejarse, sino acercarse, bajar y compartir. Todo gesto de amor y misericordia nos eleva a semejanza de María. Esta es la bienaventuranza definitiva.
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