Apertura de año académico CHILE, ABRIL, 2024
Excelencia Reverendísima, Señor Rector,
Autoridades Académicas, Señoras y Señores Profesores,
Queridos padres, amigos y colaboradores de la
Universidad Católica de Temuco,
Queridos Estudiantes,
Introducción
Agradezco sinceramente a las autoridades de vuestra institución universitaria el honor que me hacen brindándome la palabra en este inicio del año académico 2024. Elegí hablarles de la Universidad Católica como Patrimonio de Futuro. ¡Una invitación a recordar juntos (volver a pasar por el corazón) algunos fundamentos de la educación católica para construir el futuro!
Los desafíos vinculados al mundo de la educación superior, en cualquier lugar del mundo al que vayamos, son con frecuencia exigentes, a veces temibles, siempre estimulantes, al punto que sopeso con humildad la confianza depositada en mí al presentarme ante ustedes hoy. Aun así, me considero todavía un joven experimentado caminante de la educación católica, de corazón y de espíritu. He nadado en diferentes ríos, en aguas frías y cálidas, por momentos a contra corriente.
Junto a hombres y mujeres que comparten nuestra misión educativa, nuestras inquietudes, he nutrido y forjado mi propia vocación y profesión, que me permito afirmar que es, sin dudas, la más bella del mundo. Cualquiera sean vuestros horizontes académicos y vuestra experiencia profesional, siéntanse orgullosos de ello, y, desde el comienzo, calurosamente agradecidos. Creo en el poder de nuestro encuentro de hoy, un encuentro de intercambio y partici- pación, ¡ojalá! Tengo también la certeza de que más allá de las palabras pronunciadas y los pensamientos compartidos, aprenderé de ustedes mucho más de lo que podré enseñarles. El diálogo, el encuentro, más allá de ellos mismos y de las competencias científicas necesarias, y de las buenas prácticas esenciales que las acompañan, siguen siendo instrumentos esenciales de una educación en la raíz de toda la persona, que cala en profundidad.
Hablar con nuestros estudiantes, escucharlos, no pretender lisa y llanamente ser solo transmisores de teorías y conceptos, nos permite educar de otra manera, no sólo como profesores (eruditos), sino como «despabiladores de conciencias», como transmisores de cultura, sembradores de futuro, de sentido y de sabiduría. Estoy feliz de compartir con ustedes esta convicción visceral que me ha mantenido vivo durante todos estos años. Esta convicción es capaz de resistir al tiempo, de atravesar espacios, culturas, incluso conocimientos, a los que les da un color nuevo, un alma espiritual, un valor perpetuo. Pues enseñamos también escuchando, en silencio, más allá de nuestras palabras, conceptos y teorías…
Los estudiantes aquí reunidos constituyen la razón de ser de vuestra institución, los cuales se convertirán mañana en vuestros mejores embajadores en la ciudad, en el país, en el continente latinoamericano y en el mundo. Queridos estudiantes, la universidad debe estar orgullosa de vuestra presencia hoy, y de vuestro impacto y logros futuros, sin fronteras, al convertirse en actores de vuestra propia vida personal y profesional. Fortalecidos con las riquezas y virtudes de una formación integral, llevarán con orgullo a su entorno vital las maravillas de la Verdad, la Bondad, y la Belleza, y se convertirán en protagonistas de una sociedad mejor, plenamente a la altura del hombre y la mujer, y plenamente a la altura de Dios. Queridos amigos, estamos especialmente felices de acompañar a los estudiantes, al comienzo de este año académico, en los arduos y estimulantes caminos de su formación. Una formación que los hará ciudadanos conscientes, responsables y comprometidos, al servicio de los demás, edificando la ciudad de los hombres y la Ciudad de Dios (San Agustín).
Con mucho gusto he venido desde muy lejos para vivir este encuentro de gracia fraterna con todos ustedes y me alegro de ello. Sepan, señoras y señores, queridos administradores, profesores y estudiantes, que me siento muy cerca de todos y cada uno de ustedes, porque compartimos un mismo espíritu, la misma pasión, un mismo ideario educativo (rico en su diversidad). Pertenecemos a la misma familia. Creemos firmemente en la fuerza transformadora de la educación, en la importancia de la institución universitaria, creemos también en el rol determinante del esfuerzo sostenido, en la disciplina, el trabajo constante, que seguirán siendo siempre, en todos los ámbitos, los verdaderos garantes de nuestros logros, que conquistaremos porque habremos dedicado lo mejor de nosotros mismos. La universidad, la ciudad, las familias, vuestro país, y también la Iglesia, sin dudas contribuyen a través de los valores y capacidades que despliegan.
Pero ustedes, queridos amigos, son los primeros y verdaderos arquitectos. Ustedes son y serán siempre los principales protagonistas de vuestra formación, así como de vuestro propio proyecto de vida y vuestra felicidad. Por todo esto, queridos estudiantes, queridos amigos chilenos, vine aquí para estar cerca de todos y cada uno de ustedes, de vuestro proyecto universitario, y así confiarles que de todo corazón creo en ustedes… Y creo en la universidad católica. Déjenme explicarles.
1. CREO EN USTEDES, QUERIDOS ESTUDIANTES, QUERIDOS PROFESORES
En repetidas ocasiones he oído decir que los estudiantes (que en su mayoría pertenecen a las generaciones más jóvenes) son el futuro de nuestras sociedades y de nuestra humanidad. Personalmente percibo vuestra presencia de manera diferente, más bien a la vanguardia del mundo actual; ustedes son a un mismo tiempo, el presente que mira al futuro, las fuerzas vivas, la energía dinamizadora, generosa, la efervescencia imaginativa y la frescura, que hace estallar la vida a su alrededor. Y me permito pensar que nosotros los mayores, padres y profesores, debemos alegrarnos y agradecerles… ¡Creo en ustedes, creemos en ustedes!
Creo en ustedes porque son mujeres y hombres en la flor de la vida y han decidido, no sin su cuota de costo existencial, hacer del momento presente de vuestra vida un espacio privilegiado para la reflexión, el trabajo y la formación. También para el desarrollo de los diversos campos de competencias inter- personales, del «saber ser» y del «saber hacer», que les proponen la universidad que los acoge y vuestros maestros. Sin embargo, a un mismo tiempo soy consciente, sin atisbo de pesimismo, de las tareas y responsabilidades que son y serán también vuestras, profesores y alumnos.
Nuestro mundo, y también vuestro país, vuestra región, necesitan urgentemente nuevos mapas e «instru- mentos de navegación», para vivir mejor en este siglo XXI que debemos seguir descubriendo junto a los otros, que debemos guiar, iluminar, amar y servir. Pero ¿cómo podemos viajar al espacio virtual del futuro, si incluso la inteligencia, con todas sus capacidades, también se ha vuelto artificial? ¿No es el mundo actual a la vez el polo de todos los sueños y todas las pesadillas? Viajamos a la luna y tenemos grandes dificultades para acercarnos y abrazar la diferencia del otro, su cultura, su idiosincrasia, su religión. Nuestro mundo se presenta además como el polo de todos los desórdenes y de todas las esperanzas: nuestras democracias están con frecuencia en crisis, y si es que todavía existen, tantas veces son una verdadera sombra de sí mismas.
No dejan de aparecer nuevas formas de pobreza, la violencia y las guerras estallan por todas partes, haciendo que el futuro nos parezca cada vez más sombrío e ilegible. Nuestros contemporáneos necesitan más que nunca que podamos descubrir, construir juntos otra inteligencia del mundo de hoy y del mañana, de la especie humana en armonía con el planeta, necesitamos promover nuevos territorios de cultura, de religión, de sociedad y de política. ¿Y qué decir de la educación? ¿Cómo construir un nuevo contrato social y ético frente a una globalización invasiva? Más que nunca, necesitamos repensar, adaptar, incluso forjar nuevas claves para leer las realidades que nos rodean en las que todos estamos inmersos (a veces sumergidos), si queremos vivir y sobrevivir en paz en el mundo actual… Sin ningún reproche hacia nuestros venerados predecesores, hoy ya no podemos concebir y vivir la escuela y la universidad como ayer, si queremos acoger un mundo naciente.
Queridos amigos, creo que vuestra condición de estudiantes y profesores (comunidad universitaria), en este momento particularmente estimulante de la historia del siglo XXI, debe permitirles caminar en una nueva dirección. No hemos ganado aún el partido, lo sabemos por experiencia. El mundo de hoy, sus desafíos, están presentes en sus auditorios, en sus aulas, en sus laboratorios; y sus capacidades, sus conocimientos, son constantemente puestos a prueba hasta el punto de tener que aceptar precisamente que ya no tenemos el derecho de ignorarlos. Estimados todos, sepan que discierno con lucidez junto a ustedes la magnitud de los cambios que afectan hoy a nuestras sociedades, en particular al mundo de la educación, y, al mismo tiempo, las capacidades que se despliegan generosamente para sentar las bases de un mundo nuevo.
Soy también plenamente consciente de que ustedes caminan en esta dirección, que están trabajando activamente a través de sus cuestionamientos personales y colectivos, de sus investigaciones, en la construcción de nuevos itinerarios de inteligencia y de comprensión del mundo. Observo que poco a poco están generando, forjando, las claves para una nueva sabiduría, para una vida mejor para todos, para un mundo del cual todos deseamos ardientemente lo mejor.
En resumen, queridos amigos, si queremos cambiar el mundo, ¿no deberíamos ante todo trabajar juntos para cambiar la educación? Nuestras responsabilidades, nuestra misión como estudiantes, como profesionales, deben por naturaleza seguir siendo fascinantes y proféticas, pues llevan en sí semillas de novedad, de descubrimiento, de esperanza y de frutos para el futuro. En nuestra inteligencia se corre un velo que revela horizontes desconocidos, que sólo la luz del tiempo y la profundidad de una asimilada experiencia permitirán sopesar en profundidad, en su riqueza y en su eficacia. Con lucidez y profundidad el pensador Ortega y Gasset nos recuerda que tantas veces “no sabemos precisamente qué nos está pasando y eso es justamente lo que nos está pasando” (en EDGAR MORIN, Réveillons-nous, ed. Denoël, Folio n° 7195, Barcelona, 2023, pag. 9). Por lo tanto, como sugiere la reacción del sociólogo Edgar Morin en uno de sus últimos escritos: ¡Despertemos! (2023). Entonces despertemos, porque un mundo desconocido, una «tierra incognita», llama a nuestra puerta y debemos acogerla.
En fin, sigo creyendo en todos ustedes, miembros de la comunidad universitaria, porque también me permiten creer en el futuro de la humanidad.
La lucha que debemos librar puede ser a veces dura y desafiante, por supuesto, pero al mismo tiempo el mundo y la aventura humana son un potencial de riqueza, de complejidades, de interdependencias y por ello también, de incertidumbres. Juntos tenemos un lugar central y determinante y un rol de liderazgo que desempeñar en la exploración de esta riqueza, de esta diversidad, de esta complejidad, de esta interdependencia, de esta incertidumbre, conectando disciplinas, tradiciones, culturas (religiones) y comunidades humanas. Sigue siendo papel de la universidad (ciudad del universo), en particular de la inter(trans) disciplinariedad, dialogar con otras culturas, otros credos, otras formas de inteligir, otras disciplinas, y así ofrecerles nuevos espacios de conversación. En este sentido, la universidad católica ofrece un lugar de predilección, sus aportes específicos y sus reflexiones están desde hace siglos al servicio de la vida de los pueblos y del mundo. A este respecto, quisiera recordar aquí la existencia de 260.000 escuelas católicas en el mundo y 1.760 universidades católicas. Un potencial de conocimiento, creatividad, transformación y humanismo del que debemos estar sumamente orgullosos.
¡Ustedes son también activamente parte de ello!
2. CREO EN EL PROYECTO UNIVERSITARIO CATÓLICO
¿Estamos preparados para vivir juntos en el siglo XXI? ¿Lo estaremos alguna vez? Es cierto que no podemos predecir el futuro, pero podemos prepararnos para él, señala Ilya Prigogine (Foro UNESCO, París, 1999). El futuro, nuestro futuro personal y colectivo, no está escrito en ninguna parte, es cierto. Él no depende sólo de nosotros, sino que está en gran medida en las manos de todos y cada uno, y en la suma de las acciones de la especie humana. Para ello, es necesario plantear algunas buenas preguntas, fundamentales, para, si es posible, responderlas antes de que sea demasiado tarde. Personalmente creo en los caminos que ofrecen las escuelas y las universidades católicas. A todos los efectos prácticos desarrollaré a continuación, contando siempre con vuestra benevolente paciencia, por qué creo en el proyecto de la universidad católica.
Centrémonos en algunas de las características del proyecto educativo de la Iglesia católica. La Palabra de Dios, y la educación católica que la extiende, es “lámpara para nuestros pasos, y luz para nuestro camino” (Sal. 120, 105). Es una memoria de un presente orientado hacia el mañana que estamos invitados a vivir existencialmente, con nuestra inteligencia, nuestro corazón y con los brazos generosamente abiertos, como le gusta insistir al Papa Francisco.
La educación católica. La cuestión que afecta a nuestro futuro no requiere una predicción, la consulta de una «bola de cristal», sino más bien un proyecto concreto, una acción, una experiencia, a la que estamos invitados a sumarnos
libremente. La educación es un proyecto, un compromiso, que se concreta en cada persona impulsada por el encuentro entre el deseo de crecer y el de ayudar a crecer a la humanidad. Para educar es necesario conocer a la persona humana (naturaleza humana). Las cuestiones fundamentales relativas a la existencia humana deben ser abordadas con serenidad al principio y durante todo el proceso educativo: quiénes somos, hacia dónde queremos ir, por qué estamos insertos en una cultura específica, en un lugar preciso, en un momento determinado, ¿Donde y de qué modo brotar y florecer, existir y vivir? ¿Cuáles son los valores que nutren nuestra identidad, cuál es nuestro destino, cuál es el sentido de nuestra vida personal y colectiva?
Estas preguntas, más allá de todo el necesario aprendizaje académico y pedagógico, y de los cambios provocados por toda formación universitaria, son ingredientes exploratorios esenciales, vinculados a todo proyecto de maduración humana y profesional. En este sentido, la cultura, la fe y la espiritualidad cristianas proporcionan un marco de orientación que da sentido tanto al crecimiento personal como al proceso educativo, a la formación humana y cristiana a largo plazo. Así, la educación católica ofrece fundamentos y perspectivas creíbles, porque se enraíza tanto en la identidad antropológica del educando como en más de veinte siglos de una historia fértil y portadora de una esperanza fundada en un Dios hecho hombre. El hombre no puede vivir sin esperanza y la educación cristiana es justamente cultivadora de esperanza.
Dados los desafíos actuales, no hay respuestas fáciles. Es importante saber que la educación no es un proceso mecánico del que, a partir de premisas, necesariamente se derivan consecuencias. La libertad que debe caracterizar toda acción educativa produce una inevitable inseguridad respecto de los resultados esperados. La educación vive la parábola evangélica del buen samaritano (Lc. 10, 25-37) que se preocupa por sembrar, sin tener necesariamente la certeza de ver los resultados de su acción. Educar significa siempre actuar con paciencia, esperanza y confianza. La educación cristiana procede en armonía con la educación humana, para evitar que la vida de fe se viva independientemente de las actividades, de los cuestionamientos, del progreso y de la vida humana. Como afirma el Papa Francisco, no podemos hablar de educación católica sin hablar de humanidad, porque la identidad católica reside en un Dios que se hizo hombre, un Dios que asumió el riesgo de la humanidad.
La Iglesia, la universidad católica, habla legítimamente de educación porque tiene la misión de cuidar todos los aspectos de la vida del hombre y de la mujer, incluida la vida terrena, tan íntimamente ligada a su vocación cristiana y sobrenatural. En este sentido, todo lo relacionado con la vida humana interesa y debe movilizar a la educación y a la Iglesia. Recordemos a Jesús que enseñó con autoridad, con espíritu crítico, abor- dando temas muy sensibles en su tiempo como los de la Ley y el Templo, los dos pilares de la sociedad judía. Pensemos también en su relación con los pecadores, que permanecían objeto de asombro, a veces de escándalo, para sus contem- poráneos (Mc. 1, 22). Por lo tanto, si es necesario, no tengamos miedo de abor- dar incluso temas que incomodan y sorprenden. Hagámoslo con dignidad y verdad, también con humor, por el bien de nuestros estudiantes, de nuestros colegas. Así tal vez se acuerden mejor de nosotros y del mensaje que nos gustaría compartir con ellos.
La Universidad Católica. Se trata de una institución que también dedica sus competencias a la docencia y la investigación, con el fin de asegurar tanto la transmisión de conocimientos consolidados como el desarrollo de nuevos conocimientos. La Iglesia custodia el rol de la universidad católica (Ex Corde Ecclesiae, 1990) porque se preocupa por el desarrollo orgánico de las diversas disciplinas según sus principios y métodos, respetando al mismo tiempo la libertad académica propia de la investigación científica. Por vocación se interesa también por las nuevas cuestiones, por la investigación de vanguardia, impulsada por el progreso de la ciencia contemporánea, siempre atenta al encuentro entre fe y razón en la única Verdad (Gravissimum Educationis, § 7). Los diálogos sostenidos entre fe y razón, fe y cultura, fe y ciencia, son los ejes constitutivos específicos del enfoque universitario católico. Son la esencia misma de la educación y la universidad católicas (Juan Pablo II, Fides et Ratio, 1998).
Además, con una concepción eminente y clara del hombre, la Iglesia dirige su misión educativa a todos los hombres y mujeres, expresando así también su solidaridad con el género humano y su historia, más allá de las pertenencias geográficas, culturales, sociales y religiosas. En este sentido, el verdadero destinatario de la educación es la persona, más que el hombre, la mujer, y el ser humano. La persona se refiere aquí a la totalidad del ser humano, sujeto ético de derechos y deberes, querido por Dios y salvado en Jesucristo. Teniendo a la persona como objetivo de su misión educativa, la Iglesia responde al mandato de Dios y se compromete con el bien común en favor de toda la comunidad humana.
Para la Iglesia, la persona humana es ante todo imagen de Dios (Gen. 1, 27) y su criatura predilecta (Sal. 139, 14, 16). La misión de la Iglesia (y de la universidad católica) es anunciar y vivir esta verdad, porque el hombre (el ser humano) en toda su plenitud es “el camino de Dios”, la ruta que la Iglesia debe recorrer para la realización de su misión (Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, 1979, n. 14). Es a esta persona, única y abierta a la trascendencia, a la que debe dirigirse la educación católica, armonizando sabiamente la formación humana y profesional, iluminada por la luz de la fe cristiana.
La centralidad de la persona debe conducir a la profundización de una antropología actual, que tenga en cuenta las condiciones presentes del hombre y su relación con la herencia cristiana. ¿No sería esta también una oportunidad para reformular la antropología que subyace a una visión de la educación católica para el siglo XXI? Una antropología filosófica, que debe ser una antropología de la verdad abierta a la trascendencia (Papa Benedicto XVI, Caritas in Veritatis, 2009), una antropología cristiana del anuncio y la promesa (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 2013), una antropología social que invite al cuidado de la “casa común” (Papa Francisco, Laudato Sí, 2015), una antropología del ser humano en sus relaciones con los demás y con el mundo (Papa Francisco, Fratelli Tutti, 2020), una antropología (global), ambiental, preocupada por el futuro de la creación, su desarrollo sostenible con el respeto a toda la Creación, a las Criaturas y al Creador (Papa Francisco, Laudate Deum, 2023).
Encontrarán en estas reflexiones pontificias un camino inspirador para atravesar las décadas actuales, incluso el siglo. Los invito a meditar sobre estos textos, discutirlos entre ustedes y apropiarse de ellos, para iniciar caminos nuevos y transformadores a partir de los cambios que proponen. ¿No sería éste un camino propicio para las expectativas y necesidades de lo que comúnmente llamamos “pastoral univer- sitaria”?
Estos textos mencionados, que arrojan luz de varias maneras sobre algunas de las cuestiones e incertidumbres inherentes al mundo de hoy y del futuro, les ayudarán a pensar, a discutir con vuestros contemporáneos, las promesas y los desafíos del siglo XXI, en una perspectiva cristiana. Para ello, les confío esta invitación, o mejor aún, esta misión: la de contribuir también ustedes a reformular, enriquecer, nuestra visión del mundo y, con ello, inspirar nuevas prácticas de la educación católica, para una convivencia más justa y pacífica para todos.
CONCLUSIÓN
Queridos amigos, todos ustedes han oído y comprendido. He abierto conscientemente ante vosotros, al inicio de este año académico, un gran proyecto, casi una «caja de Pandora».
Pero sobre todo un horizonte, un proyecto imperioso y audaz para todas las universidades católicas. Es más, tengo la muy profunda convicción de que todos, jóvenes y mayores, podemos aportar nuestra experiencia creativa, competente y responsable. Porque el futuro de la educa- ción universitaria católica está en constante construcción; ella descansa sobre aquellos que la conocen y la aman, pues la han frecuentado, experimentado y valorado. Todos ustedes son parte de ella de diversas maneras. Y les agradezco muy cordialmente sus aportes y colaboración.
¡Estoy convencido que los frutos superarán siempre las promesas de las flores!
Muchas gracias por vuestra acogida y vuestra tan amable atención.
Prof. Mons. Guy-Réal Thivierge,
En la Fiesta litúrgica de Santo Tomás de Aquino, Roma, 28 de enero de 2024.